En el Santander del medievo, un reloj destacaba desde lo alto de la torre de la catedral, señalando las horas en las que se distribuían los días y la vida de los habitantes de la villa santanderina. Cuenta la tradición, que al irse edificando las casas frente a la colegial y mirando al sur daban la cara al mediodía, cada vecino intentaba «robar» un metro más de calle, para poder contemplar el reloj desde su misma casa.
Se iba pues, cerrando la calle, estrechándose rúa arriba, hasta casi adosarse el antiguo Ayuntamiento y la Iglesia de la Compañía , recién construida a principios del siglo XVII; más arriba, el palacio de los Riva-Herrera también avanzó y al llegar a la subida de Santa Clara comenzaban a retrepar camino de la Alta apiñándose casuchas y huertos, siempre con el ojo abierto al sur para contemplar la esfera del reloj «comunal».
En el siglo XV, ya estaba allí; más adelante leemos en las actas municipales, como el Ayuntamiento «proveía» de relojeros al apreciado artilugio, y así al comenzar el siglo XVII, en el año de 1600, se dice que en Santander había un médico, un cirujano, un maestro de escuela para enseñar niños, u herrador y sillero, pregonero y «persona que componga el reloj, cerrajero y campanero para tañer a nublo». En otra acta se dice: «Que la villa está a falta de reloj, una de las cosas más importantes que ha menester, y porque la villa le tiene y solo le faltan algunas piezas para ponerle en perfección, se ha llamado a Juan de Orejo, vecino de Hoz, de la Junta de Ribamontán, y habiéndose tratado con él la puesta en servicio, se acordó se librará, con él 500 reales». Más adelante se nombra a Juan Bustamante por relojero y cerrajero del Ayuntamiento.
Cientos de años después, otro relojero hizo historia en nuestra ciudad. Era un francés, un «gabacho» como aquí se decía entonces despectivamente a nuestros vecinos franceses, y que llevaba unos años avecindado en la ciudad, llamado Pablo Carreirón, quién encontró a un niño «haciendo aguas menores en la vía pública » y le dio un cachete, asegurando que todos los españoles eran unos «couchons». Aquel cachete y aquellas palabras, dieron lugar a que el padre del muchacho y otros patriotas, llegaran a las manos, a las piedras y a todo, originándose «la madre de todas las batallas» – como hubieran dicho los americanos-. Era el 26 de mayo de 1808, el pueblo estaba sensibilizado por la reciente muerte de Pedro Velarde en el parque de Monteleón, y los santanderinos se echaron a la calle. El Regimiento de Laredo, salvó al cónsul francés de ser linchado por las masas… Del relojero no sabemos que pasaría.
Al siglo siguiente, entre otros muchos, un nuevo reloj se instalaría en la ciudad, en la Iglesia de Santa Lucía, donado por el Práctico Mayor del Puerto de Santander: Don Antonio Gómez, pero en otro lugar; leemos que el reloj costó 2000 pesetas y fue donativo de Don Cándido Herrera en 1888, «El Ayuntamiento adquirió la propiedad con cargo de cuidar de su funcionamiento».
Durante setenta años hemos ido escuchando su sonido, contando una a una las horas de nuestra vida en el barrio de Santa Lucía, la dulce santa siciliana, y nos aseguran que volverán a sonar de nuevo gracias al Ayuntamiento, quien asimismo se hará cargo del reloj de la catedral, heredero de aquel primitivo reloj medieval, que en 1460, según nos dice Casado Soto, ya necesitaba «algún reparo», y en 1941, pereció en el incendio de Santander, aplastado por la mole fundida, de las campanas abadengas. Su espíritu convertido en pavesas se diluyó en las ráfagas del viento verdugo de nuestra tierra.
María del Carmen González Echegaray (Santander,1926 – Santander, 2018), historiadora con una amplia obra publicada sobre temas cántabros. Especialista en Genealogía y Heráldica. Una de sus obras más conocidas es: Escudos de Cantabria, publicada por Ediciones Librería Estudio.