«Montañas de ladrillos, debajo los cadáveres sepultados, encima las estrellas brillantes; lo único que se mueve allí son las ratas… Por la noche, a ver Ifigenia». Con estas palabras cerró el escritor Max Frisch las notas sobre el Berlín de 1947. Al final de la Segunda Guerra Mundial Europa estaba devastada. La locura que sacudió al Viejo Continente por segunda vez apenas dos décadas después del final de la Gran Guerra, dejó una Europa en ruinas. De forma recurrente los gobernantes enloquecen y arrastran a millones de personas al precipicio. ¿Resultado?: muerte, miseria, hambre … Tal vez la mejor forma de evitar las guerras sea comprender el horror que producen. Cuenta Stefan Zweig en su autobiografía El mundo de ayer, que los soldados alemanes que iban a la guerra en 1914, no parecían tener miedo; por el contrario, iban cantando, repitiendo que pronto estarían de vuelta a casa. Se equivocaron.
En 1944 el periodista Norman Lewis llegó a Nápoles; encontró una ciudad arrasada. Aún faltaba algo más de un año para el final de la guerra. Escribía notas de todo lo que veía; después las ordenaba en un diario que ha llegado hasta nosotros. Es su testimonio. A través de su diario vemos como vive la gente cuando transforman su mundo en un infierno.
Nápoles, 25 de Octubre de 1944; del diario de Norman Lewis:
«Es asombroso presenciar las luchas de esta ciudad tan destrozada, con tanta hambre, tan despojada de todo cuanto justifica la existencia de una ciudad, para adaptarse al hundimiento en unas condiciones que parecen de la edad de las tinieblas. La gente acampa como beduinos en desiertos de ladrillo. Escasean los alimentos y el agua, y no hay sal ni jabón. Muchos napolitanos han perdido en los bombardeos cuanto tenían, incluida casi toda la ropa, y he visto por las calles extraños atuendos, como por ejemplo a un hombre con un viejo esmoquin, pantalones bombachos y botas militares, y a algunas mujeres con prendas de encaje que podrían haber confeccionado con cortinas. No se ven automóviles, pero si muchos carros y algunos coches antiguos como faetones y birlochos tirados por jamelgos. Hoy me paré en Posilippo a observar el desguace de un auto-oruga alemán por un grupo de jóvenes que salían del mismo como hormigas parasol, transportando piezas de metal de todas las formas y tamaños. A unos cincuenta metros de distancia, una señora bien vestida y con una pluma en el sombrero, ordeñaba una cabra en cuclillas. Y abajo, a la orilla del agua, dos pescadores habían atado con cuerdas varias puertas rescatadas de las ruinas, habían amontonado sobre ellas sus aparejos y se disponían a salir de pesca. Inexplicablemente, aún no se permite que ninguna barca salga a la mar, pero la proclama no dice nada de las balsas. Aquí todos improvisan y se adaptan.
Esta noche he cenado por primera vez en una casa particular, invitado por una tal signora Gentile, liberada por un miembro de la sección hace poco de la cárcel Filangieri, donde la habían encerrado con otras mujeres los partisanos, sirviéndose de vagas acusaciones de colaboracionismo. En la cena imperaba un ambiente de escapismo, incluso de frivolidad nostálgica. Nuestros amigos habían hecho un esfuerzo enorme por borrar de la mente todo lo desagradable del pasado inmediato. Asistieron a la cena varias mujeres hermosas, una de las cuales lucía una blusa confeccionada con una bandera del Reino Unido. Toda la afectación anticuada barrida por Mussolini había vuelto. Los hombres besaban la mano de las mujeres, se llamaban unos a otros «egregio caballero» y todos empleaban la forma culta de tratamiento «lei» en vez del directo «voi» romano de los fascistas».