Autor del artículo: Alberto J. Gil Ibáñez
Fuente: VOZPOPULI
Alberto J. Gil Ibáñez es Doctor en Derecho y en Ciencias de las Religiones y autor de los libros La Conjura silenciada contra España y La leyenda negra: Historia del odio a España, de Almuzara (2018) y La guerra cultural. Los enemigos internos de España y Occidente, de Almuzara (2020).
El Ministerio de Educación español anda últimamente empeñado en borrar al siglo XVI de los estudios de Historia de España en la Escuela. Llegan tarde. Hace mucho que el mundo franco-anglosajón lo había conseguido sin hacer tanto ruido. Costanza Rizzacasa (2023) ha escrito un libro sobre la “cultura de la cancelación en los Estados Unidos” y la doctrina “woke”. La lista de obras y autores cancelados mueve al escándalo: Philip Roth, Blake Bailey, Mark Twain, Harper Lee, Hemingway, Norman Mailer, Homero, Mary Poppins, Scott Fitzgerald, Ovidio, Falkner, Platón, Dostoyevski… Pero también llega tarde.
Desde hace mucho tiempo se viene aplicando una estrategia “pre-woke” y de cancelación de personajes fundamentales del siglo XVI, no porque fueran machistas (muchas eran mujeres), justificaran la esclavitud o cosas del género, sino por algo más simple: porque sentaron las bases intelectuales de la modernidad y esa tarea sólo les estaba permitido hacerla a otros. Era tan relevante el siglo XVI para entender la evolución de Occidente y el nacimiento de la modernidad que había que ocultarlo a toda costa por haber sido dominado por hispanos.
Una muestra de esa estrategia es el famoso libro A History of Western Philosophy del filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970). Repasa los grandes pensadores occidentales, desde los presocráticos a principios del siglo XX, sin citar ni “un solo” pensador español. Alude de pasada a Ignacio de Loyola y a Domingo de Guzmán, pero reduciendo su mérito a ser “meros” fundadores de las órdenes religiosas jesuita y dominica que acogerían grandes intelectuales…, a condición de no ser españoles. ¿Ignorancia o malicia?
Una posible pista nos la da Frances Stonor Saunders, quien en su libro La CIA y la Guerra Fría Cultural incluye a Russell entre los académicos que trabajaron para el servicio secreto estadounidense. Si, por ejemplo, Ortega y Gasset hubiera escrito una «historia de la filosofía occidental» sin incluir a ningún filósofo inglés o alemán, ¿sería admirado en posición genuflexa por Inglaterra o Alemania? Pues en el mundo hispano son legión los que idolatran a Russell. ¡Momento de reflexión!
Resulta difícil pensar que Russell no hubiera leído a su compatriota Lord Acton (1834-1902) cuando decía “La mayor parte de las ideas políticas de Milton, Locke y Rousseau se pueden encontrar en las ponderosas obras en Latín de los jesuitas, súbditos de la Corona española como Lesio, Molina, Mariana, y Suárez”. O a G.K. Chesterton (1874-1936) cuando señalaba “España ha sido campeona del progreso y de la libertad (…) ha estado a la cabeza de todos los demás países como fue a la cabeza de todos en América”. Claro que Acton y Chesterton eran católicos por lo que tal vez, aunque Russell predicara la libertad de pensamiento, su amplitud de miras no llegara a tanto, Más comprensible es que no leyera (o no quisiera leer) a Friedrich A. Hayek (1899-1992) cuando señalaba “Los principios teóricos de la economía de mercado y los elementos básicos del liberalismo económico no fueron diseñados por calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español”. Claro que Hayek era también católico, aunque acabó siendo agnóstico.
No obstante, lo más lógico es pensar que Russell vivía contaminado, consciente o inconsciente, por dos mitos que presiden el discurso dominante en Occidente: que la modernidad llega con el protestantismo de Lutero y que las «luces» lo hacen con la Ilustración francesa. Semejante sesgo cognitivo ha requerido una doble estrategia de ocultación: la del lado oscuro del protestantismo y de la Ilustración, por un lado, y la de las luces de la filosofía hispana, por otro. De hecho, los que critican el eurocentrismo deberían precisar que lo que se ha impuesto es un enfoque esencialmente franco-anglosajón pues el componente hispano ha sido tan despreciado en Occidente, o más, que el resto de culturas no occidentales.
Para no dejar el siglo XVI como un agujero negro hubo que encumbrar a Descartes y Spinoza como los primeros filósofos modernos y a Francis Bacon como el introductor del pensamiento empírico-científico. Sin embargo, la obra de Descartes es tributaria de las Disputaciones metafísicas de Suárez y bebe de la influencia de Gómez Pereira, quien ya adelantara el célebre «Cogito ergo sum» en De inmortalitate animae. Algo semejante pasaría con Spinoza, por cierto de origen sefardita, quien reconoció que debía mucho a Francisco de Suárez. En cuanto a F. Bacon le habría precedido García de Céspedes con su Regimiento de navegación de quien Bacon incluso llega a copiar la portada.
En realidad, toda la modernidad tiene fuentes hispanas. Domingo de Soto, en su obra Quaestiones de 1551, expuso varios estudios sobre mecánica que influirían en el trabajo de Galileo, siendo el primero en establecer que un cuerpo en caída libre sufría una aceleración constante, fundamental para comprender el funcionamiento de la gravedad atribuida en solitario a Newton. En la Universidad de Salamanca trabajaron científicos de la talla de Juan de Aguilera, Alonso de Santa Cruz (el primero en describir la variación magnética) o Juan López Velasco, que describió los eclipses lunares ya en 1577. Por cierto, seguían los escritos de Copérnico, a diferencia de Calvino, que criticaba la teoría heliocéntrica por situarse por encima del Espíritu Santo. Pero Calvino es la modernidad por no ser hispano.
Tampoco Hugo Grotius (1583- 1645) hizo más que difundir lo que ya habían diseñado los escolásticos españoles Vitoria, Soto, Molina y Suárez a los que cita en su De iure belli ac pacis. Sin embargo, por arte de birlibirloque metodológico, la escuela nórdica del derecho natural ha pasado por ser la que difundió los derechos subjetivos, olvidándose sus verdaderos orígenes. Y fue Jerónimo de Ayanz (el Leonardo español) el verdadero inventor de la máquina de vapor y no los británicos James Watt y Thomas Savery. Hay muchos otros ejemplos.
Pero por si fuera poco, el siglo XVI es también el siglo de las mujeres hispanas. Por eso también había que cancelarlo porque el resto de países no puede mostrar a una Isabel I fundadora de un Imperio hispánico en el que no se ponía el sol y defensora de la igualdad de los indígenas. A ella se unen doña Juana, Isabel de Portugal, gobernante de España y las Indias cuando Carlos I guerreaba por Europa; Juana de Austria, regente de España; María de Austria, gobernadora de Flandes durante 24 años donde se conoció un gran periodo de progreso. Pero también: Doña Marina, Isabel de Moctezuma, Luisa de Medrano, Catalina de Bustamante, Beatriz Galindo, María Pita, Isabel Barreto, Teresa de Jesús, Ana Caro, y tantas otras mujeres canceladas que ningún Ministerio de Igualdad ha rescatado.
Con todos estos datos, es comprensible que nuestros competidores se empeñen en borrar o menospreciar nuestro siglo XVI, pero resulta increíble que lo pretenda hacer “nuestro” Ministerio de Educación. Cui Prodest? Lo que procede es comenzar a valorar ese periodo mucho más porque ¿y si la Ilustración hubiera nacido en los debates serenos de la Universidad de Salamanca y no en la sangre de la guillotina que corría por las aceras de París? Nuestro marco cognitivo sería otro y el peso del mundo hispano (los 500 millones) también. ¡Momento de reflexión!