Tabla de contenidos
El escritor Luys Santa Marina (1898 – 1980) hizo una interesante semblanza del relojero santanderino Emilio Carral Arce (1869 – 1926) (*), que se publicó en 1967 en la revista La Estafeta Literaria. Nos dice Santa Marina, que era un niño cuando conoció al relojero, y entendemos que escribe al dictado de su memoria. El artículo sobre Emilio Carral, al parecer se publicó también en el diario Arriba y en la revista Dersa. Uno de los nietos del relojero, Nobel Carral Larrauri, tuvo conocimiento de estas publicaciones, y agradeciendo las amables palabras del escritor de Colindres hacia su abuelo, quiso también corregir algunas inexactitudes que había en lo publicado. La lectura de ambos textos nos muestra a un relojero, hoy olvidado, que sin duda fué muy popular y querido, en el Santander de la época.
(*) nota: Nobel Carral Larrauri indica en su carta a La Estafeta Literaria, que su abuelo falleció en 1928.
TENKIA
Por Luys Santa Marina
(Fuente: La Estafeta Literaria, número 365, 11 de marzo de 1967; Biblioteca Virtual de Prensa Histórica)
Yo era muy niño entonces, pero aún le recuerdo, pequeño, desmedrado, con cejas y barba blanca, un guardapolvo color barquillo, y una gorrilla negra muy usada. Se llamaba Pablo Carral [en realidad se llamaba Emilio Carral] y era el único anarquista, afincado en la ciudad hacía mucho.
Tenía un quiosco todo de cristales, en una plazuela que miraba al mar por encima de unos raquíticos y entrañables jardincillos. En medio de aquella glorieta con bancos de piedra y plátanos labrados en sombrilla, «in the core of the square», estaba la estatua de nuestro héroe provincial: Don Pedro de Velarde, el compañero de Daoiz en el españolísimo Dos de Mayo, cuando lucharon a la desesperada defendiendo el Parque de Monteleón. Allí estaba, broncíneo, en su pedestal, el sable en alto, junto a un cañoncillo, rayo quizá en su tiempo de la tormentaria. Era de un viejo linaje montañés que, a Dios gracias, aún perdura; el tema de su escudo – una Infantina en lo alto de una torre y un caballero al pie, que alancea un serpentón disforme – parecía una leyenda carolingia: «Velarde el que la sierpe mató y con la infanta casó». Descaminados por el alma y el cuerpo del blasón, los eruditos locales se obstinaban en buscarle etimologías germanas o wikingas a su apellido, cuando bien cerca, a pocas leguas, tenían sus raíces éuscaras: «vela», halcón o cuervo y «arte» o «art», «roble», es decir, «roble del halcón».
Y a la sombra – sin metáfora – del totem tenía nuestro anarquista su tiendecilla, una relojería muy aparroquiada, donde venían curas de misa y olla, con muchos inviernos a cuestas, de raído manteo y casi pelada teja, perdidos de por vida en aldeorrios, y le traían sus relojes de plata de cuando fueron misacantanos, los cuales se habían parado a fuerza de marcar horas y horas durante años, como sus dueños, hartos de oír chismes y absolver una vez y otra vez los pecados de siempre; señores mayores de llana cortesía, que desprendían sus cronómetros suizos de las pesadas leontinas de oro; damas elegantes con sus relojitos de París, prendidos en largas cadenitas áureas, y tantos y tantos parroquianos fijos o giróvagos; la aldeana a quien algún tío de Cuba le mandó un reloj muy vistoso, y quería saber cuánto valía, y al oírlo se le caían las alas del corazón, y se iba muy mustia y caritriste. Allí se pasaba los días, las semanas, los años, siempre inclinado, con su anteojo de latón amarillo, sobre el alma sonora de los relojes.
Los había de todas castas y pelajes: cucos de la Selva Negra de afilada voz, tallados prolijamente a navaja, con su copete de faisanes colilargos, relojes de pared, taraceados de nácar en la caja y esferas de apagado esmalte blanco, relojes de sobremesa, relojes de caja larga, esbeltos como el Campanile de San Marcos, pobretones «roskof», abultados y fieles contadores de minutos y horas, suntuosos relojes de bolsillo con caja y tapas de oro, sabonetas y relojes de medio huevo, y relojes chiquitillos, «pendulettes», pura pacotilla, despertadores de los de entonces, que ponían en pie de un salto a los Siete Durmientes; cuando daban las doce en el sonoro reloj de la catedral, todos respondían con sus vocecillas como un enjambre pajaril. Y el amo y el señor de aquel edículo dedicado al Dios del Tiempo, mirábalos con sus bondadosos y cansados ojos. En un rincón de la cristalera un cartel amarillento ya, impreso Dios sabe cuando, decía: «Tenkia. Novela anarquista, por Pablo Carral. Precio, 1 peseta».
Aún los más recalcitrantes ultramontanos olvidaban las «ideas avanzadas» de Carral por su pericia, pues tenía unas manos llenas de finura y maestría. No le asustaban los trabajos más absurdos. Hacía revivir mecanismos que se detuvieron Dios sabe cuando ni porqué, quizá en remotos días de los abuelos, y le llegaban desarticulados, con alguna espiga rota y cualquier ruedecilla perdida, llenos de polvo, unas veces gris ceniza y otras negro hollín, petrificada la grasa de ejes; cajas de música y peregrinos artilugios, ignorando por todos ya para que sirvieron, meros caprichos, idos con sus dueños y con las modas y gustos que les dieron vida.
Rejuvenecía cuando una de esas piezas llegaba a sus manos. Ibansele las horas en su observación y estudio; sentíase liberado de la prosa diaria de relojes y más relojes o aburridos juguetes mecánicos de niños que fueron buenos unas semanas antes de los Santos Reyes.
Parecíale haber logrado, en parte, su gran sueño. Sueño que era una realidad concreta y tangible, ungida, eso sí, de leyenda, de gloriosa quimera. Durante su ya lejana estancia en París, como precoz – era casi un chiquillo – emigrado político, vivió en la señorial Place du Regent. En una exposición de orfebrería histórica, un cisne de plata que Napoleón regaló a Josefina, estaba con sus trece y medio kilos de peso, inmóvil en su estante de ciento ochenta plaquitas de cristal ondulado, no lejos de un pececillo argénteo que brujulea, es decir, brujuleaba por su cuenta. Según el catálogo, el cuello del palmípedo, formado por más de un centenar de laminillas de acero, puede inclinarse y atrapar el pez; y además, girar a derecha e izquierda para alisarse las plumas de las alas, entre la música de un carillón muy suave… Mas tales primores habían de intuirse: el cisne permanecía en su lacustre imperio absorto y desdeñoso.
Pablo le miró y remiró y, tras leer atento su descripción en el catálogo, le preguntó a una señorita por el dueño de la sala y propuso, gratisdato, volver a la vida a cisne, pez y «cristalinas» ondas; el «musiú» díjole muy amable, no era suya la pieza, sino de un caballero inglés, y nada podía hacer sin su anuencia. Tomó no obstante nombre y señas para informarle del asunto.
Pero pasó el tiempo y nada dijo; quizá la extrema juventud del muchacho le impidió tomar en serio su oferta. Meses después, merced a una amnistía, Pablo regresó a España, y nunca más supo del cisne, tan inasequible para él cual el de Leda o de Lohengrin. Y no pudo olvidarle nunca; fué su dulce tormento de por vida.
La primera vez que el rey visitó la ciudad venía un policía y llevábale al Gobierno Civil, que estaba al lado; a las pocas horas le soltaban, pues era un alma de Dios, incapaz de hacer daño a nadie. Un idealista, compañero en sus mocedades de Fermín Salvochea. Todo el mundo conocía su hombría de bien y su generosidad inagotable: no tenía nada suyo.
Cuando menudearon las regias visitas, se cansó la policía de aquel rigodón de detenciones y libertades y no volvieron a buscarle; quizá don Alfonso, enterado del caso, diera la orden envuelta en una sonrisa: ¡harto había de atentados con sangre y muertos!
Pienso que al viejo discípulo del Príncipe Kropotkine, le debió de llegar al alma aquel olvido, aquel piadoso olvido. Lo cierto es que murió meses después entre sus queridos relojes, aferrado al six-clefs, siempre a su alcance. De seguro mandó le enterrasen en el cementerio civil; fué su última inocente rebeldía. Y desde luego se fué solo, pues ni perro tenía. Y lo grande es que no hizo nada ni por estarlo ni por dejarlo de estar; cosas de la vida. Alguna vez decía:
– Estoy solo, como el junco en el agua.
Y podía haber agregado: – solo con mi honor y mi orgullo – pues era un caballero andante de Dama Acracia, «la belle Dame sans Mercy».
Luego pusieron allí un puesto de caramelos, palo de regaliz y juguetillos para niños pobres, esos niños que andan por la calle libres como pájaros; caballitos de cartón de a dos perras gordas; canicas de apagados colores, expuestas en un tarro de cristal, chillonas trompetillas de hojalata; tiragomas; tracamacas; trompas; pelotas de trapo, forradas de badanas…
Sentí no ver más al viejo y nunca compré ninguna baratija en aquel tenderete que había profanado el minúsculo templecillo del Dios del Tiempo.
Carta de Santander, reconociendo un nieto a su abuelo EMILIO CARRAL, relojero y anarquista
Autor de la carta: Nobel Carral Larrauri
(Fuente: La Estafeta Literaria, Número 370; 20 de mayo de 1967; Biblioteca Virtual de Prensa Histórica)
Hace algunos meses estuve a punto de escribir a don Luys Santa Marina con ocasión de haber publicado en el diario Arriba un trabajo en el que evocaba la figura del idealista relojero Pablo Carral. Posteriormente, y con el título de «Tankia» vi reproducido aquel trabajo, con unas magníficas ilustraciones de Río, en la revista Dersa. En estos días he visto que el señor Santa Marina se ocupaba nuevamente en LA ESTAFETA LITERARIA número 365 de la figura del «viejo idealista», lo que me ha impulsado a escribirle la presente carta.
Mi propósito de entonces – como el de hoy – era expresarle, en primer lugar, mi agradecimiento por la amable acogida que en su publicación ha dispensado usted a la semblanza de mi abuelo, y puntualizar, a la vez, algunos datos en torno al autor de la novela Tenkia que, por el tiempo transcurrido desde que Santa Marina lo conoció, aparecen borrosos o confundidos en su evocación. Ello es comprensible si se piensa que comienza afirmando que «era muy niño» cuando se grabó en su memoria la figura de Carral y, de otra parte, si se tiene presente el tono de cuento, inspirado en un personaje real, que ha intentado dar al relato.
Yo no llegué a conocer a Emilio Carral (Emilio – no Pablo – era el verdadero nombre de mi abuelo y Tenkia – no Tankia como figuró en Arriba y en la revista Dersa – el título de su «novela revolucionaria»). Murió en el año de 1928, es decir, ocho años antes de que un servidor de usted llegara a este mundo.
Hace algunos años tuve la curiosidad de leer Tenkia y una obra de teatro, también escrita por mi abuelo, que fue estrenada en el teatro Pereda de Santander en el año 1905. La obra que se titulaba El ocaso de los odios – título por demás sugerente – se conserva con un ejemplar de la novela Tenkia en la Biblioteca Municipal «Menendez y Pelayo», de Santander. A través de su lectura, conociendo su biblioteca particular – una parte de la cual se conserva – y a través de sus propios hijos (la obra más personal sin duda de Carral), he llegado a reconstruir su imagen y a conocer que su postura política e ideológica fué el resultado de una tardía y curiosa evolución espiritual: Mi abuelo había nacido en el seno de una familia creyente.
Pese a su condición de hombre inicialmente iletrado – fue un auténtico autodidacta -, sintió especial preocupación por los problemas sociales y antropológicos. En esta inquietud tuvo su origen la gran amistad – prueba de mutua tolerancia y comprensión a pesar de la disparidad de sus ideologías – con el Padre Carballo, el infatigable escrutador de los misterios de la Prehistoria en Altamira, y fundador del museo de Prehistoria de Santander, de quien conservo autógrafos y una colección de fósiles y restos prehistóricos que regaló en su día a mi abuelo.
En la evolución espiritual de Emilio Carral fué, al parecer, decisiva la influencia de Reclus y la lectura de El origen de las especies, de Charles Darwin; un libro y un hombre que – como usted sabe – «tuvieron mala prensa y cuyas verdades, hoy día incontrovertibles, fueron objeto de burla y escarnio por parte de aquellos que pretendían ser depositarios de la única verdad». Pienso que fue justamente la dificultad de compaginar lo que entonces era una intuición científica con el criterio cerrado de algunos exégetas de la Escritura, el origen de la rebeldía de Emilio Carral.
Hace algún tiempo, leyendo las primeras páginas de uno de los libros más leídos en España el año pasado (Una religión para nuestro tiempo del escritor católico Padre Louis Evely), me afirmaba en el convencimiento de lo que acabo de decir:
«Yo no creo – escribe Louis Evely – que el mundo sea ateo por culpa suya, sino por culpa nuestra, por culpa de aquellos que debiéramos ser la sal y la luz del mundo.
La historia de estos dos últimos siglos – dice Evely – no es ante todo, como piensan muchos historiadores católicos, la revelación del hombre contra Dios, sino la resistencia empedernida que algunos cristianos conservadores, perezosos y tiránicos, retardarios en política, en economía, sociología, ciencias y filosofía, – e incluso en teología, exégesis, liturgia y quien sabe cuantas cosas más – han opuesto a todos aquellos que querían avanzar. Ya han sido superados, gracias a Dios; pero la Iglesia se ha visto comprometida por sus necias peleas y humillada en sus justas derrotas. Sus adversarios – concluye Evely – que tiene razón al combatir contra ellos, han creído que tienen razón al combatir contra la Iglesia, identificándola con esos mezquinos defensores de la monarquía absoluta de los Estados Pontificios, de la ballena de Jonás y del latín.»
Estoy seguro de que en estos días del Concilio Vaticano II, cuando el sabio Teilhard de Chardin ha dado cima a esa síntesis magnífica que representa su concepción del mundo y de la vida, Emilio Carral hubiera pensado posiblemente de otro modo, fiel a su convicción de que los hombres que buscan sinceramente la verdad la encuentran, aunque para ello emprendan caminos diferentes.
Casi todo lo que añade el número 365 de LA ESTAFETA LITERARIA, a propósito de Emilio Carral es cierto. Es cierto, que «era un alma de Dios incapaz de hacer daño a nadie». Un idealista, compañero en sus mocedades de Fermín Salvochea». Es cierto que «todo el mundo conocía su hombría de bien y su generosidad inagotable». También es verdad que «no tenía nada suyo». No es exacto en cambio que estuviera en París, pues prácticamente vivió siempre en su pueblo. No es exacto tampoco que estuviese «solo como el junco en el agua». La verdad es que cuando murió vivían nada menos que seis hijos y numerosos y entrañables amigos que aún hoy, como Santa Marina, le recuerdan afectuosamente.
Emilio Carral conoció y trató a don Benito Pérez Galdós, que por aquellos años pasaba grandes temporadas en su finca de «San Quintín», en Santander.
Fué también gran amigo de José del Río Sainz, Pick, el gran maestro del periodismo y de la poesía española, a quien usted el pasado año tributó con Gerardo Diego, José María de Cossío, Iturrino y Rafael González Echegaray, el merecido homenaje que dedicó a nuestro paisano, el Ateneo y la ciudad de Santander.
En sus Memorias de un periodista provinciano aludía José María del Río Sainz a la persona de Emilio Carral en términos parecidos a los que usted utiliza en su publicación de LA ESTAFETA LITERARIA cuando escribía lo siguiente:
«Aquel año, la Montaña fué teatro de importantes actos políticos que tuvieron una honda repercusión en la vida nacional.
Mella, después del discurso literario que pronunció como mantenedor de los Juegos Florales en que yo había ganado la flor natural, habló sobre el tema candente en nuestras relaciones internacionales a los postres de un banquete monstruo con que fué obsequiado en la amplia pista de «El Alcázar» – el local de pueblo de mayor capacidad en aquellos días -. Los comensales pasaban con mucho del millar y pertenecían a todos los partidos políticos. Acudieron todos los germanófilos y los partidarios de la neutralidad, entre los que se hallaban hasta anarquistas, como el relojero Emilio Carral… A favor del entusiasmo germanófilo que suscitó el discurso de Mella, Alfredo Alday Redonet, que hasta entonces había estado al márgen de toda intervención política, concibió la idea de publicar una revista a todo lujo con el fin de que se difundiese en España y América… La revista se tituló España neutral, y apareció a fines de aquel año. Se logró la colaboración de algunos elementos que por su ideología revolucionaria eran enemigos encarnizados del militarismo alemán; pero que querían sinceramente el final de la guerra (se refiere a la primera mundial). El más significado de ellos fue el relojero Emilio Carral, a quién ya he citado – dice Del Río – y que colaboró desde el primer número. Carral era una de las figuras más interesantes del Santander que estoy historiando. Trabajaba en un quiosco establecido en la antigua plaza de Velarde, donde hoy está la Casa de Correos. Era un anarquista de buena fe, que leía mucho, de costumbres pacíficas y laboriosas. Por eso se le estimaba en el pueblo por gentes de todas las ideas… Carral fundó en las postrimerías de su vida los Coros Montañeses que tanto contribuyeron a la educación popular y que han recorrido en triunfo en toda la Península.»
Alday puso gran empeño en atraer a este hombre tan interesante a su obra, y lo consiguió. Para celebrar la aparición de la revista reunió a todos sus colaboradores en un banquete, que presidió el entonces Gobernador don Alonso Gullón, que sentó al lado de Carral. A la hora de los brindis – concluye José María del Río Sainz – hablaron ambos, y fué curioso ver al representante del Gobierno burgués exponer sus puntos de vista, en polémica amistosa con el caracterizado ácrata, que aprovechó la ocasión para abogar por la redención de todos los pueblos.»
El que Emilio Carral fuera además «un caballero andante», acaso sirva para disculpar el que hoy, su nieto, un servidor de usted, haya podido hilvanar una divagación tan quijotesca como la presente.
Fuentes consultadas:
Biblioteca Virtual de Prensa Hstórica
La estafeta Literaria
Escenas de Santander; Rincones, curiosidades, escenas diarias, retazos de historia. Dirección web: https://escenasdesantander.blogspot.com/