Rafael Gutiérrez-Colomer Velasco (1937 – 2005) escribió el libro: «Tipos populares santanderinos» (Institución Cultural de Cantabria, 1976). En el, hizo el retrato de personajes singulares que vivieron en la ciudad de Santander entre finales del siglo XIX y mediados del XX. Hombres corrientes que la gente hizo populares. Por algún sucedido, o alguna peripecia, se convirtieron en la otra cara de la celebridad oficial de la ciudad. Con un estilo sencillo, no falto de humor, Gutiérrez-Colomer trazó la semblanza de unas vidas que parecen salidas de pluma de novelista. Así, conoceremos la historia de «El Gabardina», de León Salvador y de tantos otros, que a buen seguro harán reflexionar – y reir – sobre el mundo este en el que nos ha tocado vivir.
Arturo García Pidal, «El Gabardina»
Arturo García Pidal, perito mercantil, se encontraba desde hacía algún tiempo viviendo en Santander en busca de una remunerada colocación. Mientras esta aparecía, se ganaba la vida como podía, llevando la contabilidad de algún comercio y dando clases particulares a estudiantes. Como el empleo fijo no aparecía y los pequeños ingresos no le daban para vivir, dio en discurrir una forma de aumentarlos. Para ello ideó una agencia para jóvenes que soñaran con convertirse en actrices. Concebida la idea, nuestro perito mercantil, ahora devenido en caza talentos cinematográficos femeninos, puso manos a la obra y publicó varios anuncios en periódicos locales que decían así:
«Señoritas jóvenes para Agencia cinematográfica se necesitan, buen sueldo y porvenir; completa seguridad y garantía de colocación. Informes: Peña Herbosa, 7 – 2º, señor Pidal. Horas de oficina: de 9 a 1 y de 3 a 5.»
En esa época Arturo García Pidal tenía 25 años, era de estatura regular, ni alto ni bajo, el pelo negro, y llevaba un traje de paño muy usado. Solía vestir zapatos amarillos y una inconfundible gabardina que daría pie al famoso apodo de «El Gabardina», por el que sería conocido.
El anuncio, el reclamo, funcionaba a las mil maravillas, y al imaginativo perito mercantil no le faltaban aspirantes a la Real Casa Cinematográfica de Madrid, que así llamaba a la inexistente firma de contratación de futuras promesas del cine. A las candidatas les prometía el viaje pagado a Madrid en primera clase, estancia y sueldo durante las pruebas en la capital de España, y regreso a Santander también en primera clase, si no eran seleccionadas.
El agente ful no tardó en perfeccionar el engaño, y bajo la apariencia de tratar de ayudar a las señoritas para que no fueran rechazadas por la Real Casa del Cine madrileña, les ofreció clases particulares. Por veinticinco pesetas, que las candidatas debían pagar por adelantado, el polifacético señor Pidal les daba clases para evitarles el mal trago de ver fracasar sus prometedoras carreras cinematográficas. «El andar rítmico»,»La sonrisa», «La carcajada», «El gesto contristado» y «El llanto», eran los nombres de las clases que el pájaro puso a sus lecciones.
La cosa fue progresando – no así la carrera cinematográfica de las chicas, que no se movía – y el agente ful pensó que era buena cosa tener una ficha de cada candidata a Raquel Meller. En ella constaba el retrato de la chica, la naturaleza, la profesión…, y en el reverso, el tamaño del pie, del muslo, del pecho,… que el pícaro Pidal medía personalmente. Y así, de perito mercantil, «El Gabardina» – que así constaba ya en los archivos policiales – pasó a medidor de bustos y pantorrillas femeninas. Todo un progreso.
Investigado y detenido por la policía, por estas y otras andanzas, pasó largas temporadas en prisión. Vistiendo siempre su inseparable gabardina.
León Salvador, el vendedor de relojes
León Salvador era un vendedor de relojes formidable. Con su oratoria era capaz de vender lo imposible. Se ponía de pie sobre un taburete y la gente formaba corrillo para escucharle. Al reloj que ofrecía, añadía el puñado de billetes que ocultaba en su mano derecha.
[…] «¿Que no vendo este reloj? – decía. Ahora veréis cómo no hay más remedio que comprarlo. Por quince pesetas el reloj y lo que hay en la mano. ¿No queréis?. Mirad que los billetes no abultan y tengo aquí mucho dinero. No ser primos y cogerme ahora, que luego será tarde. ¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!» […]
Y abriendo la mano comenzaba a sacar billetes por valor de veinte o treinta duros, echándolos en el cajón y haciendo sonar las monedas para sacar nuevamente el puño cerrado y gritar con más ahínco que antes: «Ahora hay dinero, menos que antes pero aquí hay dinero. El reloj y esto por tres duros».
En una entrevista que le hicieron, comentó que nació en Valladolid, y que su madre dispuso de una beca para que fuera al Seminario. Aunque decía haber tenido cierta vocación para el sacerdocio, el tiempo demostró que no lo suficiente, como después se vió. Quería ser padre de almas en alguna aldea, o incluso obispo de una diócesis. Después, al morir su madre, colgó los hábitos y se fue por el mundo abandonando para siempre el sacerdocio.
Anduvo por media España como dependiente de un vendedor ambulante que le enseñó el oficio, y tres años después trabajó de ayudante del famoso ilusionista Enrique Onofroff.
Cuenta que se dejaba atravesar el brazo por el ilusionista a razón de venticinco pesetas diarias.
«El secreto para vender tantos relojes – decía – está en mi oratoria. En mi convicción para meterme al público en el bolsillo. Me convenzo a mi mismo, y esa convicción la traslado al oyente».